Hablemos del cuando menos sorprendente incendio. Podía haber ardido cualquier gran edificio de cualquier gran ciudad del mundo. Sin embargo, lo hizo nada más y nada menos que la Catedral de Notre Dame en París. Ahí es nada. En una fecha y hora también polémica, según los más proclives a interpretaciones esotéricas. De cualquier otra manera se hubiera tratado como una incidencia más o menos común. Pero no, este incidente no solo no es común, sino que es único. Y lo es porque afecta al principal monumento de una gran capital mundial, donde se condensa una cantidad de información, representación y energía de la sociedad occidental. No vamos a ponernos en manos de Nostradamus, quien según muchos vaticinó que en esta misma fecha acontecería algo con un código similar, si no igual.
Lo que ha ardido no es solo un símbolo importante de la humanidad. Y sus consecuencias no se pueden medir únicamente en clave material. Lo verdaderamente importante son las emociones que están suscitando en todo el planeta. Cuando algo profundo se resquebraja se suscita una reacción emocional que nos mueve hacia alguna acción. El «cuore» de Europa se ha derribado justo cuando un angel sobrevolaba la Catedral, dentro de una jaula y con gesto inquietante, camino de ser restaurado. A estas emociones curiosamente se refirió Enmanuel Macron, como también lo hizo Nostradamus.
Cuando una sociedad siente que se derrumba uno de sus pilares maestros en los que se ha sustentado en los últimos siglos, reacciona intensamente para recuperar de nuevo la estabilidad. Pero esta vez surgen dos reacciones, la partidaria de la rehabilitación del pilar y otra en dirección contraria que aboga por abandonar viejas estructuras y enfocar sus esfuerzos en reforzar los mimbres de otra nueva creación, concebida bajo nuevos códigos. Una vez más, la sociedad está polarizada, llevando al extremo y simplificando hasta el absurdo el debate. Todo parece indicar que debemos elegir entre preservar lo material o salvar a la humanidad.
Las redes sociales y las conversaciones frugales así lo enfocan. Sin embargo, a poco que reflexionemos caemos en la cuenta de que volvemos a tropezar con la trampa de la polarización extrema y la reducción del debate a la contienda entre dos (siempre dos) bandos a los que otorgamos atributos inventados.
Es cierto que el derrumbe de parte de la Catedral de Notre Dame es la destrucción de una construcción a base de madera y piedras que contabilizan una cifra. Pero no es menos cierto que es mucho más importante y trascendente el valor intangible que encierra dicho monumento. Una de las principales «gracias» del ser humano es su capacidad de abstracción y de expresar su sabiduría milenaria en formas capaces de ser conservadas en el tiempo que nos permita no olvidar nuestras raíces, aciertos, errores, etc…
Lo verdaderamente importante no es la parte material sino el código que encierra. Este código es el verdadero desencadenante del conflicto. Esto lo saben quienes manejan el curso de la humanidad y cuyos rostros y nombres permanecen en el anonimato. Lo que se pierde en incidentes como este es en realidad el código oculto.
A partir de aquí, ¿merece la pena trabajar en la reconstrucción de este importante símbolo de la humanidad? Si se reconstruye, ¿se hará empleando el mismo código o por el contrario se le imprimará otro distinto que marque un nuevo curso de la sociedad occidental?. Creo sinceramente que debemos ser capaces de abstraernos del debate superficial que colma las redes y trabajar conjuntamente en la confección del código que queremos transmitir al mundo para los próximos tiempos.
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