Todos los sábados por la mañana le visitábamos. Al asomar mi cabeza por la puerta del salón se le podía ver sentado en su sillón orejero, tamborileando con sus dedos sobre el terciopelo algo ajado del reposabrazos. Detrás, la ventana dejaba entrar auténticos chorros de una luz cegadora para todos los demás. El, sin embargo, solo notaba el calor del…