Hace unos días publicaba en alguna red social una deliciosa frase de Octavio Paz: «La irrealidad de lo mirado da realidad a la mirada». No cabe duda de que se trata de uno de los grandes autores de la literatura contemporánea, premio Nobel en 1990 y un gran hombre. Traigo a colación esta frase de Octavio para ejemplificar algo que me servirá como introducción a mi comentario sobre la película del título. A pesar de la profundidad de la frase, que habla de la realidad y de lo que no lo es, nada mas y nada menos, Octavio no puede demostrar científicamente nada de lo que dice. Solo arroja dudas y se encarga de diluir los límites de los conceptos de la realidad. Una reflexión que aporta tanta profundidad como ternura. Sin embargo, hay quien podría acusarle de no aportar pruebas que corroboren científicamente qué es la realidad o, al menos, dónde se encuentra. Pese a esa parte de la sociedad que obliga de demostrar con exactas «su» realidad, todavía existen miradas «irreales» que construyen la realidad global.
Esta misma mirada es precisamente la que mantuvo Lawrence Stephen Lowry durante toda su vida a pesar de que su entorno más íntimo lucho por borrarle su propia esencia. Obligado por su peculiar madre desde niño a abandonar esa afición suya a la pintura, se puso a trabajar enseguida para aportar un segundo salario a su casa. A las observaciones de su madre sobre que no tenía capacidad artística y su escaso talento para el arte él respondía
«Para pintar no hace falta cerebro, sólo sentimientos». «No soy un artista, soy un hombre que pinta, nada más y…nada menos…»
Creció en Manchester, en un paisaje fabril, transformado por la revolución industrial, acosado por los improperios hacia su escaso talento, obligado a trabajar desde niño y en un entorno de sobreprotección materna. ¿Qué diantres hizo que este niño mantuviera viva esa mirada interior capaz de filtrar la realidad para aportarle la belleza de la irrealidad (o viceversa)? Esta es la pregunta que se desprendió de algún lugar al ver esta película de la que hoy os habla: «La Sra. Lowry y su hijo».
Un título que pone el punto de vista de la narración en su madre, quien personifica la belleza convencional. Amante del orden victoriano, del lujo, detestaba en su hijo su escaso sentido de la estética. Veía en él al cobrador de alquileres fracasado que representó su difundo marido. Y para colmo, su hijo, desprovisto de atractivo alguno, observaba embelesado las chimeneas de las fabricas, las calles plagadas de viandantes abducidos por la sirena de la hora de entrada y salida al trabajo, por unos cielos blancos y ninguna cara feliz.
«Todo está capturado en el cuadro… para siempre…»
¿Qué hace que un niño mantenga pese a todo una especie de manantial de alegría en su interior? Pero Lowry mantuvo la llama de esa mirada juguetona hasta al final. Y esto solo está al alcance de quien se sabe poseedor de un recurso, al que no da importancia precisamente porque jamás intuyó que de ese manantial fuera nunca a dejar de brotar su capacidad de mirar. El niño Lowry tenía un tesoro, un «as en la manga» que jugaría llegada la baza de la verdad.
«Solo pinto lo que veo, nada más…»
De niño siempre estuve convencido de una cosa. En cualquier punto de la tierra, por más tedioso que parezca, existe la belleza. Sin embargo, también pensaba que solo había que esperar ese momento de luz especial que bañara a aquel espacio con el milagro de que se produjera esa ansiada belleza. Pero como todo en la vida, los nombres ocultan las realidades porque son jaulas de conceptos. La luz ha sido tratada a lo largo de la humanidad como un símbolo que bien podría representar esa «mirada» capaz de asumir una vulgaridad en una obra maestra.
A pesar de la vulgaridad de su vida, de los paisajes que le rodearon, de su escasa formación, de los constantes ataques de la crítica y de su entorno familiar, él continuó pintando «lo que siento«. Fue nombrado «Sir» y «Oficial de la Orden» en 1968 pero rechazo los honores porque «no tienen sentido ya, con mi madre muerta».
«Hijo, ten cuidado de los demás niños. Tienen piojos. Tú y yo, aquí en esta habitación siempre».
A pesar de todas las descalificaciones de su madre, toda su obra la hizo por amor a ella.
Una película inolvidable.
¡Qué interesante, José Luis! No conocía esta película, me ha encantado tu artículo sobre ella. Ahora tengo que verla! Gracias 🙂
Gracias Liliana!! Yo también creo que debes verla 😂. En serio, ojalá la disfrutes tanto como yo. Me hizo reír incluso en algunas secuencias. Ya me contarás…