Icono del sitio José Luis Serrano

Racimos de sangre apelmazada

Bebí aquel vino y el sabor del guiso se amplificó. Me recosté en la silla y miré agradecido al cielo. Las hojas del emparrado eran tiernas y, aunque se transparentaban bajo el sol, proporcionaban la sombra justa. Unas moscas se posaron en el caldo pegajoso del arroz. Lo único que rezuma en esta tierra es el polvo de los terrones de arena. Se vive de la esencia del campo, donde un chorro de aceite sobre una hogaza y un sorbo de vino son el mejor bálsamo para una piel yerma de esperanzas. Venancio había sacado unos ajos de su bolsillo y los había pelado con sus dedos negruzcos. Aquellos dientes entre sus manos parecían bolas de alcanfor. Partió en gajos un tomate y los pinchó con su navaja para llevárselos a la boca. Me miró con unos ojos tan viejos como brillantes. Sus párpados no soportaban la carga de los años.

Me contó que la finca estaba plagada de trincheras que todavía destilaban sangre y empapó un trozo de hogaza con un chorro de aquel oscuro vino que masticó con sus cuatro dientes. Sus palabras sonaban como el chapoteo del agua en el fondo de un pozo. “Eres muy joven, pero pronto lo entenderás” dijo y me miró con unos diminutos ojos que brillaban sobre una sonrisa maliciosa. Alejé mi vista. Los troncos de los olivos parecían retorcerse de dolor y las cepas eran como arboles ancestrales de los que brotarían racimos cuajados de sangre apelmazada.

Una joven retiró unas cintas que colgaban del marco de la puerta y emergió de la oscuridad. Sujetaba en sus brazos una bandeja mientras Venancio reía como un polluelo. “El postre”, gritó. Su mandíbula se movía como si intentara afilar los cuatro dientes. La joven avanzó hasta la mesa con la bandeja en vilo. Su vestido ondeaba y dejaba ver unas piernas del color de la tierra mojada. “A ver, a ver…” El viento desordenó su melena y ocultó su mirada pero realzó el brillo de su sonrisa. Apoyó sus caderas sobre el filo del tablero y se inclinó hasta apoyar la bandeja en el centro, dejando ver unos pechos tan tiernos como aquel pastel de queso. “Recién hecho” dijo. Se retiró el cabello de su rostro y descubrí una mirada que no fui capaz de sostener. La mano de Venancio hendió su navaja con violencia en aquel queso y una mermelada roja fluyó. “Pronto lo entenderás” repitió con aquella mirada maliciosa.

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