Dicen que yo soy de Toledo. Y dicen también de ella que es la ciudad eterna. Me refiero a esa eternidad que uno percibe al saber que cuando nació ya estaba ahí, y que algún día, cuando ya muera, seguirá estando en el mismo lugar. Al menos eso se dice. O más que decir, se da por hecho, aunque no se diga. Y diría más, en caso de que alguien cuestionara esto que digo, sin evidencia alguna, sería señalado como candidato a ser uno de los inquilinos del “Hospital del Nuncio Nuevo”, donde dan sustento físico a todos aquellos que se atreven a cuestionar esas cosas que no se dicen porque se dan por ciertas. Ya advertía Avellaneda en su Quijote apócrifo que el hidalgo caballero ingresaría en dichas dependencias para curar de la enfermedad del juicio.
Y digo que no hay evidencias porque ninguno de los vecinos de mi ciudad conoce, ni ha mantenido relación con esas gentes que, o no han nacido todavía o ya murieron. Bueno, a decir verdad, si alguien hubiera dicho que ha mantenido algún tipo de contacto con esos testigos en potencia, serían ingresados en las dependencias del edificio del que os hablo. Algunos dicen que todavía tienen relación con personas que se fueron y dejaron aquí algo, pero esta afirmación se ve comprometida por el hecho de que no haya nadie que diga que mantiene contacto o relación con alguien que todavía no ha llegado.
¿Sería demasiado insolente pensar que, justo antes de irrumpir en esta, la que dicen que es mi ciudad, alguien o algo hubiera creado un escenario apropiado para mi estancia, mediante algún mecanismo sencillo, similar al de una bomba nuclear que todo lo destruye pero al revés, que todo lo construye? Solo habría que pensar al contrario de cómo lo hace el hombre. Si ha sido posible razonar en una dirección, también sería factible hacerlo en dirección contraria. Algo así como cambiar el signo de los factores de la ecuación.
Lo cierto es que se supone que habito en Toledo. Y hasta podría atreverme a afirmar que es mi ciudad. O que yo soy de aquí, lo que le confiere un aire de solmene eternidad. Les podría describir este lugar como un conjunto histórico artístico que cuenta con un patrimonio inventariado de ciento diez BIC, bienes de interés cultural. Y que fue designada ciudad “Patrimonio de la Humanidad” en 1.986 por la UNESCO en una declaración en la que se le adjudicó el 379 como número de identificación.
Pero lo diré de otra manera. Toledo es como un manojo de espárragos amarrados por un río. Sus puntas se esparraman hacia el cielo y muchas de ellas terminan con una cruz, como si fuera una vela de cumpleaños. La lazada del rio Tajo los comprime tanto que casi no quedan huecos entre ellos, solo se ven angostos espacios oscuros; son sus calles. Hay una ley física que dice que la materia nunca se toca, a pesar de dar esa impresión visual. Pues eso les pasa a estos espárragos. Por entre sus huecos, nos movemos los vecinos.
Pero, yo les diría que en realidad Toledo está en mí más que yo en Toledo. Solo se puede entender una ciudad como ese teatro apresurado en el que los que venimos, escenificamos una vida. Hay un pájaro que acude cada mañana a mi ventana para silbar. Son cerca de las seis am. La radio recrea una vida más grande y más importante, pero no está aquí. En ella se habla de infinitas ciudades como esta, con infinitos vecinos e infinitos pájaros que silban a las seis am, cerca de infinitas ventanas. Trabajo en un barrio moderno donde la gente no se mira. Empiezo a comer a esa hora que parece que hay que llevarse algo a la boca.
Sé que soy un disidente y que soy candidato a acabar siendo inquilino de ese edificio del Nuncio Nuevo. Recuerdo ahora a la fallecida Enriqueta Antolín, periodista y escritora, autora de una decena de novelas. Fue durante una conferencia en la Biblioteca Nacional cuando, al referirse a su época de estudiante en el instituto de Toledo, mencionó con cariño a uno de sus profesores, cuyo nombre omitiré. Decía de él que era un hombre tan extraordinario que todo el mundo pensaba que estaba loco. Y que decía y hacía lo que, desde su libertad, entendía que era la Verdad. Cada vez que decía alguna de sus cosas, se iba al edificio del Nuncio Nuevo e ingresaba de manera voluntaria durante unos días. Pero una de las veces, ya no salió de allí. Sé de buena tinta que acudía a cobrar su pensión a una oficina bancaria y extendía todos los billetes que completaban su paga sobre una mesa, como si jugara un “solitario” con naipes. Una vez cubierta la mesa, mantenía una conversación con cada uno de aquellos papeles de colores. Para cada uno de ellos tenía un mensaje. Y cuando terminaba su disertación, hacía trizas todos y cada uno de los billetes, uno por uno.
Por la tarde escribo o paseo. Es precisamente en este momento del día cuando me dedico a cambiar ese escenario impuesto y construir la que será mi ciudad. En mi barrio no hay ninguna de esas churrerías donde poder oler la masa crujiente y dorada de las porras. Por eso escribo historias con esos churros empapados en chocolate que chorrean y dejan lamparones en las camisas. En el barrio donde acudo a trabajar la gente no habla, pero por las tardes hago que discutan y hasta que se peleen por un cacahuete tostado con sal o por la última aceituna del plato. Cuando paseo por Toledo no veo piedras legendarias ni lugares de culto, sino miradas huérfanas tras oscuras ventanas o algún vendedor de la ONCE que golpea con su bastón a ambas paredes mientras avanza por una sinuosa calle.
Al bajar al río, en lugar de sendas olvidadas y pescadores pensativos, veo lugares para ocultarse desde los que asaltar la ciudad por la noche. Me siento hereje, forajido, bandolero; un proscrito buscado por el Orden. Cuando veo un globo verde fosforito circular por las calles empedradas, llevado por el viento hacia la única dirección posible, rebotando contra los gigantes muros de piedra, pienso que ese es mi lenguaje.
Ese es el desafío, que la vida trascienda al escenario y que eterna sea la vida y no la ciudad. El hombre inventó la bomba capaz de destruirlo todo; o mejor dicho, de construir la nada. Pero solo algunos cuentan en su poder con una bomba para transformar las ciudades en vidas eternas. Muchos de ellos se hospedan en un edificio de la calle del Nuncio Nuevo.
Os dejo una maravillosa fotografía de Moncho García magnífico fotógrafo en cuya web puedes deleitarte con numerosas fotografías de alimentos.

Mi voto para esas personas con poder de construir ciudades con vidas eternas que ya hay demasiados que destruyen. Impresionante foto de la ciudad imperial.
Gracias Carmen!! Cierto, habría que inventar la anti bomba atómica con capacidad de construir. Gracias por pasarte por aquí.
Esa «antibomba» esta con nosotros, con nuestra forma de ser, pensar, sentir… y si, sobre todo, son todos aquellos que, armándose de valor e ingenio, cogen con firmeza la «pluma» para alabar el encanto, a veces el embrujo, a veces todo el conjunto de los lugares donde habitamos. Gracias a ti por ser una de esas personas.
Mil gracias Carmen. Por las anti bombas 🍻. En el esfuerzo de escribir va implícito una intención de construir, siempre.
Una suerte para Toledo la sucesión de ciudadanos insignes que honran sus rincones como lo haces tú.
Con toda esta historia es fácil honrar sus rincones. Gracias Irene 🤗