Alfredo empujó la puerta con el hombro. Se esforzaba en que su compañero Fran comprendiera alguna explicación. Nada más entrar, se detuvieron y Fran oteó a su alrededor en busca de alguna mesa. Alfredo continuaba gesticulando. —Es desagradable Fran. Desde que entré en la empresa no ha dejado de mirarme con desprecio.
Fran avistó un sitio libre frente al ventanal y caminó entre la clientela. Se sentaron y cayó en la cuenta de que estaba en la cafetería donde desayunaba cada día. Enseguida buscó a su alrededor las referencias con las que solía recrearse cada mañana. No conocía nada de ellas, pero tampoco le importaba que la realidad se lo estropeara.
Tardó en encontrar a la primera; la que seguramente se llamaría Yolanda. Un cuerpo divino, sonrisa de medio lado y una melena como ella misma. Unas salomónicas caderas alternaban lo imperial y lo sutil.
La segunda estaba de pie, en la esquina de la barra, rodeada de tres compañeros de trabajo. Alfredo pensaba que se llamaría Eva. Era una chica con constantes ojeras, originadas por alguna responsabilidad excesiva en su infancia.
Y la tercera estaba justo en la mesa de al lado. Era mayor que él. Unos quince años. Su rostro era como una fachada de aspecto marmoleo, donde había un esfínter en lugar de un rosetón. Y en el entrecejo parecía tener un crucifijo incrustado. El color de su vestuario contenía los matices de la carne, del oscuro nogal a un cirio pálido. Pero desprendía ese aroma a misterio que rezuman algunos templos bajo las puertas. La acompañaba siempre una mujer ciega con quien no podía compartir esas miradas cómplices. Eso siempre lo acusaba Margarita, que era así como había imaginado que se llamaba.
Fran había comenzado ya su ritual. Mientras Tomás, el camarero, preparaba lo de siempre, él cogía varias servilletas para limpiar su lado de la mesa. Colocaba a su manera el servilletero, el palillero y la carta, que se encajaba en una ranura de un pedestal de madera. Luego, apoyaba los codos, juntaba sus manos y esperaba en silencio. —Es rencor —dijo mirando a la calle.
—¿Rencor? ¿A mí? ¿Alguien con esa pedazo de nómina y con tanta antigüedad tiene rencor a un recién llegado que las pasa putas para llegar a fin de mes?—contestó Alfredo.
Fran sonrió mientras rasgaba el cerco reseco de algún vaso. —No. Bueno, no en un principio. —Aclaró.
—¿Quieres decir entonces que me tiene rencor por una especie de carambola? Pues qué bonito, hombre.
Fran miraba sonriente el brillo impoluto que reflejaba lamesa. Se tomaba su tiempo a la hora de hablar. Medía sus palabras como por algún deseo de control. A Alfredo sin embargo le gustaba fijarse a su alrededor. Era detallista, pero de cuestiones lejanas. Había empezado a trabajar en la empresa como becario, hace solo un par de meses. Aquel era un barrio plagado de organismos públicos, con ejércitos de empleados que salían por grupos. Pero ellos no eran empleados públicos, sino administrativos de una de una empresa constructora y tenían instrucciones claras de salir a desayunar, como mucho, en parejas. Fran era el único que salía solo y Alfredo se acopló a su horario.
Llegaron los desayunos. A Tomás no le hacía falta tomar nota. Se conocía de memoria los gustos de cada uno. Alfredo agradeció sonriente al camarero, su rapidez. Fran mantenía la vista fija en la zona de la mesa donde aterrizaría su servicio. Nada más aparecer el plato ante él, cogió la tarrina de mermelada. Alfredo se admiraba de la manera en que la sujetaba por la parte de abajo, con sus dedos estirados, mientras que con el pulgar de la otra mano acariciaba la esquina para separar la solapa. La pellizcaba y la retiraba con lentitud. Luego la depositaba en un lado del plato, boca arriba. A veces se rompía y entonces, comenzaba de nuevo por otra esquina distinta. Hendía el cuchillo en la pasta gelatinosa, como si fuera un cirujano. Disfrutaba sintiendo cómo cedía a ambos lados de la incisión, hasta dejarla como una herida abierta. Acercaba sus ojos de modo que su cuello quedaba como el de una tortuga, estirado y paralelo a la mesa y echaba sus hombros para detrás, hasta juntar sus omoplatos.
—Todo empezó hace cinco años. —dijo mientras untaba la tostada. Giraba el puño entero cada vez que cambiaba el cuchillo de cara en su viaje de vuelta. Primero para allá, luego para acá, y en cada pasada, el radio de cobertura iba siendo mayor, hasta que la confitura de melocotón quedaba uniformemente distribuida por una de las caras del pan, como si viniera cubierta ya de fábrica.
Los ojos de Alfredo se abrieron de par en par, impaciente. Pero como siempre, terminaba abstraído por su manera de tratar la rebanada. Sabía que debía armarse de paciencia y asistir a todos aquellos rituales que poblaban la vida de Alfredo.
Antes de coger su bocadillo, cuajado de unas sardinas en aceite de oliva, con pimiento morrón y humus de garbanzo, miró a la chica de las ojeras. Bebía su café con delicadeza y reía con gracia. Su mirada no era del todo feliz. Lo tenía todo pero parecía no bastarle; como si echara en falta alguna cuestión de orden espiritual. Escuchaba con atención. Nunca se reía, sino que sonreía con la taza en la mano. Y cuando escuchaba a los demás,su rostro reflejaba gestos intermitentes, alternando alegría y gravedad.
Las risas de Yolanda se podían escuchar por todo el local. Sus mandíbulas se abrían sin complejos e inclinaba el peso de su cuerpo hacia delante para llevar la voz cantante, sin llegar a ser consciente del poderío de su pecho.
Miró a Margarita y la descubrió mirando su bocadillo. Era una mujer delgada y parecía cohibida, pero la exuberancia del panecillo atrajo su atención. En cuanto se supo descubierta, retiró la vista y repartió un suspiro disimulado por el local.
—Joaquín fue el fundador de la empresa. —dijo Fran. Se llevó a la boca el tenedor con una de las esquinas de la tostada.
—¿Fundador?¿Dueño? —contestó Alfredo mientras cogíasu bocata con las dos manos.
Fran había empezado ya a masticar, lo que auguraba una nueva dilación en la respuesta. Así que Alfredo aprovechó para zambullir su cabeza en el plato y dar un bocado. Dejó marcado en el panecillo el arco de su dentadura y sus labios quedaron aceitosos.
—Si —respondió al fin Fran. —Fue muy rico.
—¿Y qué pasó? ¿Por qué anda ahora ahí, aislado de los demás y tan amargado?—respondió impaciente Alfredo, con los carrillos hinchados. Margarita se mordía el labio inferior mientras miraba su boca aceitosa. Su compañera invidente inclinaba su cabeza a un lado intuiyendo que su amiga andaba distraída.
—Hace quince años que Joaquín constituyó la empresa. Por aquel entonces trabajaba como responsable comercial de una aseguradora. Era muy bueno en lo suyo. Y le iba muy bien. —Fran se explicaba con sus manos apoyadas a ambos lados del plato, con los cubiertos apuntando al techo. Para él no había nadie a su alrededor. Era capaz de abstraerse del ruido del comedor concentrado en sus explicaciones.
—¿En seguros? Y si le iba tan bien, ¿por qué cambió? —Alfredo no podía esperar para hablar. Lo hacía con la boca llena mientras masticaba, aunque la ocultaba tímidamente con una de sus manos.
—Hay una etapa en la vida en que sobran energías y todo son oportunidades. Decidió dejar el mundo de los seguros para aventurarse en el negocio de la construcción. Y tuvo éxito, ¡vaya si lo tuvo! Tanto que llegó a tener numerosas obras al mismo tiempo. Pero aquello acabó devorándole. Los capataces se percataron de las carencias de Alfredo y relajaron los controles. Delegaban en operarios que también se desentendían. El coste de las obras se le disparó y todo eran imprevistos, urgencias, errores en los replanteos, etc. Se dio cuenta que necesitaba a alguien que le sacara de aquel atolladero. De lo contrario, se encontraría con algún inconveniente serio. Entonces encontró a Guillermo.
—Guillermo…. ¿el jefe? ¿el de ahora? —preguntó Alfredo justo antes de propinar un nuevo bocado. Fran masticaba y cuando lo hacía, dejaba de hablar. Movía su mandíbula con parsimonia y cerraba sus ojos como si meditara.
El bocadillo de Fran se estaba desmenuzando. Unas cuantas sardinas asomaban su cola entre las tapas del panecillo y algunas tiras de pimiento chorreaban aceite. Había tenido la precaución de envolver la parte del pico con unas servilletas que también se habían ido empapando, lo que le obligaba a tener que acercar su boca hasta el plato cada vez que lo mordía.
—El mismo —contestó Fran. Guillermo era un ingeniero eficaz. Por aquel entonces trabajaba para una gran empresa constructora que le hacía viajar por toda España. Era la persona ideal. Frio, calculador, distante y muy serio. Y lo suficientemente joven como para ir moldeando su carácter. Joaquín no quería a su lado a hombres como aquellos capataces resabiados, capaces de llevarle a la ruina por dinero o por desidia. Lo conoció cuando realizaba un estudio geotécnico en uno de los solares de la empresa. Luego se tomaron un café y le planteó directamente la posibilidad de asociarse. Le pagaría un fijo y cada año le liquidaría una parte adicional en función de los ahorros que fuera capaz de generar en cada obra. Pero lo que realmente terminó por convencer a Guillermo fue la posibilidad de que dedicara aquellos extras a la compra de acciones de la empresa, siempre con el límite del cincuenta por ciento del capital. Joaquín pensó que aquel incentivo serviría para reforzar la compañía y que, salvo milagro, nunca llegaría a alcanzar la mitad del accionariado. Pero se equivocó.
Guillermo comenzó a llevar registros milimétricamente calculados de todos y cada uno de los gastos previstos en cada proyecto. Y si alguien le planteaba alguna desviación, nunca se enfadaba, pero le daba por mirar a los ojos a todo aquel que se atreviera a informarle dealgún desajuste. Alguien me llegó a decir que ni siquiera parpadeaba. Paraba la obra y revisaba de nuevo todos los cálculos con una paciencia infinita. Repasaba hacia atrás hasta llegar al error inicial, a ese leve despiste que había originado la fatal desviación, con el fin de encontrar al responsable. Todo con una parsimonia asombrosa. Los operarios de las obras se quedaban estupefactos al comprobar cómo alguien tan joven era capaz de hacerse respetar con tal frialdad y comprendieron de inmediato que les iría mejor si trabajaban concienciados al máximo. Fue entonces cuando Joaquín supo que su empresa no tendría límites. Fueron días de mucho trabajo y de cuantiosas ganancias. Formaban la sociedad perfecta y los dos ganaron mucho dinero.
—Pero… ¿y entonces? ¿qué pasó luego? —preguntó de nuevo Fran con impaciencia.
—Pues que un buen día se planteó la cuestión. —Fran acababa de introducir en su boca la última de las esquinas de la tostada. Sus labios eran finos y al masticar permanecían herméticamente sellados, sin rastros de comida. La mandíbula se movía con lentitud y sus párpados se relajaban. Los cubiertos permanecían enguardia, a ambos lado del plato.
—Pero…¿qué cuestión? —respondió ansioso Alfredo. Sobre sus labios había restos de comida y parecían inflamados. De hacerles una incisión, se abrirían de golpe, como la mermelada de Fran.
—Guillermo se había hecho con los mandos de la empresa. —continuó Fran. —Una persona como él no soportaba que los procedimientos no fueran lo suficientemente rigurosos. Comenzó a ver a Joaquín como la pieza que chirriaba en su engranaje y pensó que si la retiraba su maquinaria sería tan eficiente como el mejor reloj suizo. Una mañana, entró en el despacho de Joaquín y le planteo la cuestión. Fiel a su estilo directo y sereno, apoyó su maletín de piel en una de las butacas frente a la mesa y se sentó en la otra. Iba perfectamente peinado, con su raya tan recta como la arista de la mesa. Y con esos párpados que no terminaban nunca de abrirse del todo, dijo: “Joaquín, me gustaría comprarte tu parte del accionariado”.
—Ahhh, ¡claro! Por eso es el dueño ahora —dijo Alfredo.
Fran lo miró en silencio. No masticaba. Parecíasorprendido ante la exclamación de su compañero el becario. Amedrentado por aquella mirada, Alfredo comenzó a rumiar con cierta lentitud, como si hubiera encontrado algún cuerpo extraño entre sus dientes. Por primera vez se limpió sus labios y retiró al fin el brillo de su boca.
—¿Tú crees que si fuera como dices, Joaquín tendría ese rencor que tiene ahora?
—Pues no… llevas razón. ¿Y entonces? —preguntó de nuevo Alfredo, que arreó un impresionante bocado para sacudirse los complejos. Fran comenzó a cortar un nuevo trozo de su tostada. Había acabado con las esquinas, pero la forma del pedazo recién seccionado resultó ser otro triángulo con las mismas proporciones. Estaba desestructurando la tostada en idénticos triángulos.
—No fue tan fácil, amigo. Joaquín se sentía poderoso y cada día más consciente de que era el fundador de una empresa con gran músculo financiero. Además, llevaba tiempo pensando que el único mérito de Guillermo había sido vigilar las obras. Pero aquella era una labor al alcance de cualquier aparejador con una buena nómina. Se había dado cuenta de que no era necesario ningún socio. Además, desde hacía tiempo le daba vueltas a la idea de cotizar en bolsa. Había leído en las páginas salmón que otras empresas lo habían conseguido y algunas incluso de menor tamaño. Se levantó de su sillón y comenzó un paseo por su despacho en silencio. Luego se dio la vuelta y, con las manos en los bolsillos, preguntó “Y… ¿cuánto dices que pagarías por cada una de las acciones?”. Guillermo no se movió. Esperaba la pregunta y en su cabeza llevaba la cifra. Su estilo no era el de hacerse el misterioso. “Doce euros por acción”. Aquello representabamucho dinero. Más del que cualquiera de los dos hubieraimaginado ganar en cien vidas como las suyas.
Tres mesas más allá, Yolanda reía a carcajadas. Abría su mandíbula sin complejos y mostraba una dentadura perfectamente encajada, como si fueran pestañas de marfil. Era una sonrisa amplia y en cada gemido sus senosse movían a impulsos firmes y abundantes. Apoyaba su trasero en la punta de la banqueta para manosear a sus compañeros. Su voz emergía desde el pecho con gran magnetismo. Era un grupo joven. Quizás ninguno de ellos llegara a la treintena. En su mesa había botellines y restos de varias tapas. Pero Yolanda tenía en su mano derechauno de esos bollos que toman el nombre de su misma forma: un “cuerno”; cubierto de una fina capa de chocolate negro; que escondía una masa tan tierna que parecía hecha de una de esas nubes de azúcar que se disipan con la saliva; y cuyos cremosos pliegues envuelven una bolsa de chocolate fundido que empapanpor sorpresa los labios.
Y así fue. La boca de Yolanda quedó empapada de una brillante crema de cacao y uno de los jóvenes se abalanzócon su lengua fuera para lamer sus labios hasta dejarlos como las fresas brillantes. Pero Yolanda le empujó con fuerza, ante las risas de todo el grupo. Se divertían a pleno pulmón sin ser conscientes de que la vida les daba mucho más de lo que necesitaban.
Fran se dio cuenta de que a Alfredo se le había ido el santo al cielo con Yolanda. Y continuó con su explicación:
—Joaquín se tomó aquella propuesta como una especie de envite. Se dio cuenta que la persona que él mismo había contratado para vigilarle las obras le estaba ofreciendo un dineral por la empresa que él mismo había fundado. Era la señal que confirmaba la seguridad que sentía desde hace tiempo. Se preguntó entonces de dónde sacaría el dinero.
—¡Anda, es verdad! ¿de dónde lo sacaría? —preguntóAlfredo.
—Muy fácil. —contestó sonriendo. —Y Joaquín lo descubrió a tiempo. La empresa tenía mucha liquidez. Bastaba con firmar un acuerdo de pago aplazado, entregar una pequeña cantidad el día de la firma y dilatar el resto un par de meses. Para entonces, el nuevo y único dueño de la empresa tendría sus manos totalmente libres para afrontar aquel compromiso. Bastaba con articular un sencillo mecanismo mercantil y sin tener que rendir cuentas ante nadie. “Esa misma cantidad te ofrezco yo por tu parte”, contestó Joaquín.
—Pufff… eso no se lo esperaba Guillermo. —dijo Alfredo sorprendido. Fran comenzó a perfilar otro de sus triángulos tostados.
—En realidad no. A pesar de lo calculador que era, no previó aquella contraoferta. De hecho, de haber sabido que Joaquín utilizaría aquella misma cifra, hubiera sido bastante más elevada. Aunque no lo suficiente como para disuadirle, porque en ese caso tendría que afrontar un precio demasiado elevado.
—O quizás no. Yo creo que Joaquín le hubiera contraofertado igual por un precio mucho más alto. —Contestó Alfredo mientras agarraba el bocadillo con las dos manos. Sobre su plato se podían ver los restos que iban desmoronándose; colas de sardinas, trozos de la corteza del pan, migas y aceite, mucho aceite.
—Guillermo había razonado aquella cifra. No se había dejado llevar por ningún artificio para edulcorar la negociación. Y tampoco era de esas personas ventajistas que envidan a base de faroles. Pero se había inmiscuido en el terreno favorito de Joaquín, la negociación. No en vano, había fundado la empresa a base de negociar con bancos, con propietarios de suelos, con proveedores, era su hábitat natural. Podría estar dispuesto a vender por aquella misma cifra pero su naturaleza le impedía aceptar sin nada más a cambio. Se hizo fuerte y a Guillermo no le quedaba otra opción que aceptar o subir su precio. Pero aquello traicionaría sus principios. Era una cantidad rigurosamente extraída de un cálculo y la consideraba justa. No había marcha atrás.
Alfredo proyectó su mirada al fondo del comedor, trazando una tangente por el rostro de Fran hasta encontrarse con Eva. Llevaba unos pantalones ceñidos y había cruzado sus piernas. Mientras hablaba, sostenía en la palma de su mano el plato con la taza de café y movía la otra para explicarse y apartarse el flequillo de su frente. Cada vez que lo hacía giraba un poco su cabeza y mostraba la parte más femenina de su cuello. Asentía con su cabeza para apoyar sus explicaciones. Pero lo más llamativo era la gravedad que le conferían sus ojeras. Era un rostro bello con unos grandes surcos alrededor de sus ojos que transmitían la sensación de haber pasado toda la noche en vela, reflexionando sobre alguna preocupación. Luego dejó el café sobre la mesa, pero su mano continuaba estirada, como si sostuviera todavía la taza. Llevaba una camisa blanca abierta por el cuello hasta el punto justo de la corrección. Cuando algún compañero hablaba, ella mostraba toda su cara de frente, con unamirada limpia, aunque cargada con cierto aire de martirio. Y mientras escuchaba, solía ocultar sus labios hacia adentro, como se emparejan los calcetines, como conteniendo algún grito.
Al mirar el reloj, la mano de Fran apuntó con su cuchillo hacia el plato. Quedaban solo dos triángulos perfectos. Tres minutos para cada uno de ellos. Alfredo miró su plato y se ruborizó. Aun así, le arreó un mordisco con voracidad. Agarraba con los cinco dedos el pico que le quedaba y lo mojó en el charco de aceite.
—¿Y qué pasó al final? —preguntó Alfredo con la boca llena. Fran masticó el penúltimo pedazo. Al finalizar, continuó:
—Fueron días de reflexión. Se dieron un tiempo para meditar sobre la cuestión. La negociación había virado hacia un terreno insospechado para ambos. Ni Joaquínesperaba la propuesta inicial, ni Guillermo la contraoferta posterior. Antes de dar un paso más en aquel terreno, Guillermo quería meditarlo con detenimiento. Estaba claro que Joaquín había empezado a sentirse dueño en exclusiva de la empresa y había marcado su territorio. Una semana depués volvieron a verse las caras en el mismo lugar. La cartera de piel en la misma butaca y Joaquín comenzó su paseo por el despacho con las manos en los bolsillos. Pero esta vez, su boca dibujaba una sonrisa asimétrica. Llevaba varios días luciendo en su peinado un raya al lado contrario que la de su socio. Había comenzado a asumir un nuevo rol en la empresa y se sentía pletórico. —Acepto tu oferta —contestó Guillermo. Me marcho de la empresa. —Joaquín elevó la otra parte de la sonrisa hasta dejarla simétrica. Fue su único gesto. Se dieron la mano y se despidieron.
—¿Cómo? Pero si… hoy el dueño es Guillermo…
—Sí, lo se. Entonces comenzó un nuevo acto. Tras cerrar el acuerdo, Guillermo se convirtió en una persona con una fortuna considerable. Se convirtió en el mejor cliente del banco. Joaquín ejecutó aquel instrumento mercantil para pagar con fondos de le empresa pero tenía la seguridad de que su empresa remontaría el vuelo hacia su ansiada salida a bolsa. Una buena mañana, mientras Joaquín se afeitaba la zona del cuello, justo sobre la nuez, la radio daba una noticia algo inquietante. “Las hipotecas subprime hacían saltar por los aires las primas de riesgo en España y amenazaba la economía mundial”. La mano de Joaquín tuvo un sutil temblor y la cuchilla le hizo un pequeño corte sobre la misma nuez. Era tan pequeño que lo cubrió con un trocito de papel higiénico. Luego en el coche comenzó a sangrarle y ya no pararía en todo el día.
—A mi no me gustan las cuchillas —contestó Alfredo con cara de asco. Se pasó la yema del dedo pulgar por su gaznate.
—La crisis financiera hizo acto de presencia y los bancos cerraron los créditos. El consumo cayó fulminante y muchas empresas se arruinaron. A la empresa de Joaquínle cerraron el grifo de la financiación y lo que fue peor, a los compradores de sus viviendas les denegaron los créditos. La empresa quebró y Joaquín lo perdió todo.
—¿Todo? Pero… ¡si la empresa está viva! —Un perdigón salió disparado de la boca de Alfredo y aterrizó justo allado del plato con el último de sus triángulos. Fran lo miró con cara de reproche. El contorno de sus ojos se ensanchó hasta que se apreciaron unas venitas rojas, como si sobre ellos se hubieran dibujado unas estrellas de mar. De haber caído sobre su última porción de tostada se hubieran producido ciertas interferencias en la cabeza de Fran, con consecuencias inciertas.
—Se lo quedó el banco —continuó Fran. — Y Joaquín se arruinó. Pero el banco tampoco quería la empresa, ni los inmuebles hipotecados. Así que buscó a un tercero capaz de reflotar la compañía para vendérsela por un precio simbólico.
—No… no me lo digas… —dijo Alfredo dejando caer su cuello.
—Si. Se la ofrecieron al mejor cliente de la oficina y claro, ahí estaba Guillermo, que negoció desde una posición muy ventajosa. Accedió a la petición de intentar reflotar la que hasta hace unos meses había sido su nave. Y ahí le tienes, con el dinero y con la empresa.
—¿Y Joaquín, entonces? —preguntó Alfredo.
—También fue rescatado por Guillermo. Y no le quedó más remedio que aceptar. Desde entonces, ahí está, con mucho que agradecer, pero amargado.
—¡No me lo puedo creer! —Alfredo dio un golpe sobre la mesa con tal mala suerte que cayó sobre un lado del plato y este voló por los aires, con sus colas de sardina y sus restos de aceite, hasta los mismos zapatos de Margarita.
Alfredo miró avergonzado aquellos pies envueltos en una reluciente piel, que se movían en el aire presos de un ataque de histeria. En las medias de Margarita, que así pensaba que se llamaba, quedaron enredadas las colas de las sardinas. Joaquín se arrodilló y sacudió con sus manos las pantis de la señora para que no dejaran marcas de grasa, pero Margarita se levantó de un respingo y lanzóuna mirada reptiliana, dejando ver cómo por el aquel esfínter marmoleo asomaba una lengua viperina. Se giró ycaminó a pasos tan rápidos como cortos, con su cuello estirado hacia el baño. Alfredo aprovechó para recoger los restos del suelo y luego se sentó.
La mujer ciega movía su cabeza como tratando de sintonizar alguna emisora que le resumiera lo acontecido. Fran, mientras, aprovechó y se llevó a la boca el último de sus triángulos confitados y lo masticó con parsimonia. De repente, Margarita salió del baño en dirección a la calle y se fue.
—Pero Margarita, oiga!—gritó Alfredo. —Que se deja usted a…—miró a la mujer ciega, que asentía con la cabeza. Entonces, Margarita volvió al local con su cuello estirado, tan digna. Una parte de labio superior se encogió hacia la nariz y Alfredo se dio cuenta del asco que destilaba aquella mirada. Cogió por debajo del hombro a la mujer ciega y abandonaron la cafetería, a un ritmo visiblemente más lento. Y cuando estaban a punto de cruzar el umbral de la puerta, Margarita se giró con gesto furioso y elevó un dedo amenazante para gritar:
—¡Y no me llamo Margarita!
Alfredo se quedó petrificado, mientras que Fran se limpiaba como si nada las comisuras de su boca con el extremo de una de las servilletas. Habían terminado el desayuno. Aquel día el becario aprendió más rápido que cualquier otro. Avergonzado, buscó a Yolanda y a Eva pero ya no estaban.
Gracias a Fran, no solo conocía que el origen de laconducta de Joaquín era el rencor, sino que habíandesestructurado ese sentimiento en tres partes. La opulencia, la responsabilidad de una negociación y la rabia del perdedor. Esa es la trinidad del rencor: Yolanda, Eva y Margarita; y siempre por este orden.