El sol se encontraba en ese punto ingrávido en el que parece que podría darse la vuelta hasta esconderse de nuevo por donde amaneció. Como esa pelota que, tras patearla, llega un punto en el que deja de ascender pero tampoco ha iniciado el descenso. Existe una porción de tiempo en el que el sol se para, como suspendido, y si elimináramos el factor tiempo de la ecuación se quedaría ahí colgado para siempre, como parece estar justo ahora. Siempre pensé que en ese instante se cuelan algunas cosas en nuestras vidas, como por alguna rendija.
Desde mi terraza observo que ahí abajo suceden muchas más cosas que ahí arriba, aunque a veces pienso que eso es lo que parece, porque las cosas tangibles se perciben más que esas otras que no se ven, o que se imaginan, lo que no quiere decir que no sucedan. Tenía apoyados mis pies en la barandilla de modo que podía ver coches y peatones circulando por mi entrepierna. Así, de esta manera había decidido yo pasar esos minutos de óxido que corroen lentamente el acero del que están hechas las creencias.
Llevo viviendo aquí poco tiempo. Y estoy a gusto porque vivo a mi ritmo. Este barrio no tiene nada que ver con la zona que dejé hace ya un par de meses cuando vivía en una casa adosada a la de mis padres, sin tener que desprenderme de una parte importante de mis ingresos para pagar un alquiler. Ahora siempre tengo la sensación de que el tiempo, con el solo hecho de transcurrir, consume mi dinero. Por eso me gustan esos instantes en los que siento que el mundo se para y solo suceden las cosas que uno decide. Como cuando respiro y alcanzo ese punto en el que uno abandona la inspiración y todavía no ha iniciado la espiración; entonces cierro los ojos y fotografío mi vida. Así guardo muchas secuencias interesantes de mi vida.
Estoy en paro, aunque por el momento cobro el subsidio. Se que es arriesgado embarcarme en un alquiler aun sin tener trabajo pero desde que tomo este tipo de decisiones pues acontecen otras distintas y no todas van a ser negras. Desde niño siempre he hecho lo que debía hacer, lo que se esperaba que hiciera para llegar a ser alguien próspero y de provecho. Pero llegó ese momento en el que se debe hacer un regate a la vida porque intuí la caída de esa pelota sin que en mi vida hubieran ocurrido cosas verdaderamente trascendentes.
Comprendí que el verdadero éxito de una persona consiste en que el viaje de ida ocupe la mayor parte de su existencia, y que luego, al quedarse la vida sin aliento y tener que iniciar la espiración, debería quedarme ahí, suspendido en ese punto que pasan las cosas importantes. Me prometí algo, pero fue una promesa sin palabras; solo intuí que daría todas las brazadas posibles para seguir avanzando hasta desembocar en esa playa que yo mismo elegiría y allí pasaría un tiempo hasta continuar mi desembocadura al océano.
Había quedado a las cinco de la tarde en una agencia de comunicación de la Calle Cervantes. Tenía una entrevista de trabajo y decidí llegar con bastante antelación. Al pasar por una tetería sentí ganas de tomarme uno tranquilo y serenar mis nervios. En un cartel sobre la amplia cristalera figuraban todos los tipos de tés y sus precios, así que me acerqué para curiosear antes de entrar. El ventanal era grande y en él se reflejaba toda la actividad de la calle. Como en una pantalla gigante se podían ver a los coches circular e incluso discernir a sus pasajeros. Las ramas de los árboles se movían por un insistente viento que provocaba que los pájaros desplegaran sus alas para mantener el equilibrio. Me topé con mi propio reflejo pero mi rostro no se distinguía bien, quizás porque la luz venía por mi espalda y proyectaba mi sombra en el cristal. Me acerqué para intentar discernir la cara con la que iba a afrontar la entrevista, pero en ese momento de mi sombra emergió una mirada azul más brillante que el cielo. Era limpia y profunda, como si mi rostro opaco tuviera dos ventanas a aquel mismo cielo que reflejaba el cristal. Me mareé y tuve que retroceder un par de pasos. Entonces aquellos ojos emprendieron un vuelo como si fueran dos de aquellos pájaros cambiando de rama hasta posarse en uno de los rostros más bellos que jamás he visto. Era la cara de una mujer sentada en el interior de la tetería y que no había sido capaz de distinguir hasta ese momento. Nos quedamos mirando mientras ella bebía y la taza ocultaba la mitad de su rostro. Decidí entrar. Abrí la puerta y busqué con la mirada una mesa vacía, a poder ser cerca de aquella mujer.
Encontré la mesa y aceleré mi marcha hasta sentarme en ella. Colgué mi mochila en una de las sillas y oteé rápidamente a mi alrededor en su busca. Pero no estaba. No había ni rastro de esos ojos. Miré a través del ventanal y comprobé que el cartel estaba allí mismo en frente mío. Me di cuenta entonces de que yo estaba sentado en la misma silla que ella, pero segundos mas tarde.
—¿Qué va a tomar?
—Ah, sí. Uno con canela, por favor.