Criarse en el seno de una familia de comerciantes tiene sus peculiaridades. Un negocio familiar se convierte en algo así como una nodriza que nutre al clan y, antes que cualquier cosa, es a ella a quien hay que cuidar. Alberto creció en una de esas familias dedicadas en cuerpo y alma al negocio, pero no por ese afán de ambición que suele confundir el medio con el fin, sino por ese instinto de supervivencia que se va inoculando en la familia a fuerza de generaciones.
Sin embargo, no todos los eslabones del clan están recios y engrasados. Era el caso de Albertito. Muy a pesar de sus padres, su hijo tenía una salud quebradiza y desde su nacimiento transmitía una sensación de fragilidad contagiosa y que termina degenerando en ese tipo de ansiedad en la que a uno le da por trabajar sin parar. Sus padres canalizaron sus angustias en aquel negocio, recibiendo a sus clientes con caras beatas y excusándose sin necesidad torciendo el gesto en actitud contrita.
Suerte que su tía tuvo la debilidad de no querer trabajar y dedicar su tiempo a la atención de Albertito. Desde su nacimiento Margarita sospechó que bajo aquella salud quebradiza subyacía algo especial. Aunque mas tarde pensé que quizás fuera ella quien se lo transmitió sutilmente, como hacen esas mujeres ancestrales cuando designan al heredero de sus poderes ocultos. Aquel niño no mostró nunca habilidades especiales en ningún campo concreto. Su trazo en el dibujo era desequilibrado e indefinido; su debilidad física le impidió practicar deporte alguno; en la lectura no terminaba de fijar su atención y desistía pronto de cualquier texto; y su destreza manual tampoco auguraba ningún éxito en la artesanía. Sin embargo, a pesar de toda esta retahíla de carencias, la sospecha de Margarita se fue acrecentando hasta tal punto que adquirió cierta inquietud, si quiera insana, por tratar de descubrir aquel yacimiento oculto del niño.
Le compró libros que nunca leyó, colores que jamás utilizó y juguetes cuyas piezas terminaban perdiéndose por cualquier rincón de la casa. Margarita le solía hablar mucho pero el niño dispersaba su atención enseguida y tendía a elevar su mirada, dejando sus ojos casi en blanco, resultando una mirada similar a la de esos personajes que representa El Greco en sus pinturas, a punto de desvanecerse.
Sin embargo, pronto detectó una espita sobre la que enfocar sus indagaciones. Un buen día decidió llevarle al Museo del Prado y comer fuera de casa. Aquel día supuso para el crio el acto inaugural de un mundo nuevo. Su tía Margarita acababa de deslizar la cortina que ocultaba la entrada rebosante de una luz deslumbrante. Durante aquella visita Margarita detectó que el lenguaje de su sobrino era el de las imágenes y desde entonces comenzó a regalarle historias con ilustraciones, porque entre letras Alberto se paralizaba como un hipopótamo en una cristalería.
Al día siguiente, Margarita leyó en voz alta un fragmento de un libro. Fue durante la tarde, mientras se preparaban en casa una improvisada merienda. El libro estaba boca abajo de modo que se podía leer la sinopsis y Margarita lo hizo en voz alta y entretenida, con el bizcocho chorreando tras haberlo empapado en el café. Al terminar, miró a su sobrino pero lo encontró de nuevo en uno de sus accesos en los que parecía ausente. Supo entonces que escuchar historias secuestraban su consciencia y le adentraban en ese mundo suyo. Margarita se asustaba un poco pero enseguida aprendió a familiarizarse con aquellos momentos y supo regularlos e incluso dirigirlos e interrumpirlos. Un pedazo de su bizcocho terminó por desprenderse como hacen los bloques de hielo en la Antártida y salpicó la cubierta del libro, devolviendo a Alberto de nuevo a la realidad.
Margarita consiguió que el niño creciera consciente de que su vida giraba en torno a un universo auténtico que ejercía sobre él una poderosa atracción y cautivaba su atención. Percibía las historias contadas por su tía como una especie de fisuras por las que escapaba esa luz cegadora que sentía como una dulce atracción contra la que no parecía estar dispuesto a luchar.
Era un niño solitario e independiente pero feliz. Su tía se daba cuenta de que el crio era feliz a pesar de esa soledad provocada por la ausencia de unos amigos más proclives a los deportes y juegos propios de su edad en los que la agilidad y la energía eran componentes fundamentales y por la entrega total de los padres al negocio familiar. Sus días de cumpleaños lo pasaba en grande. Podría parecer una obviedad pero no es habitual que el día de cumpleaños, un niño no perciba ese exceso de protagonismo y acabe sintiéndose desdichado. Pero Albertito veía en sus amigos diferentes mundos fecundos y cuando se juntaban, lo hacían también aquellos universos y entre ellos proliferaban conexiones mágicas por las que bucear y disfrutar de fecundas aventuras en las que perderse sin remordimiento alguno.
No era extraño que Alberto se olvidara de sus regalos y se quedaran almacenados sin abrir. Para él, cualquier cosa tangible adolecía de ese valor importante que tenían esos otros mundos. Así ocurrió también aquel año y Margarita tuvo que almacenarlos en el cuarto de los juegos. Pero decidió llevarle el suyo a la cama para que lo abriera delante de ella, aunque al llegar, ya se había dormido. Lo dejo sobre su mesilla y así por la mañana podría abrirlo. Había escrito en el envoltorio una simple dedicatoria: “de tu tía Margarita”.
Los años se deslizaron sin piedad por los rieles del tiempo y dejaron ver un nuevo paisaje en el que Alberto se había convertido en escritor. Treinta años más tarde, aquel hombre había encontrado su voz en el mundo. Era consciente de que no era la más talentosa ni la más brillante pero disfrutaba de ese estado que uno adquiere cuando es consciente de la autenticidad de sus manifestaciones. Era la voz que rezumaban las fisuras de aquel universo en torno al cual giraba su existencia. Como cualquier escritor, solía bucear de vez en cuando por las profundidades de su memoria en busca de alguna veta de inspiración. Solía visitar lugares en los que husmear cualquier rastro que le condujera a las puertas de aquel tesoro suyo y acceder, aunque fuera fugazmente, a esa gran fuente de inspiración.
Decidió visitar su casa familiar. Habían transcurrido ya más de diez años desde la muerte de sus padres. Su tía sin embargo falleció algo después. Fue entonces cuando Alberto decidió cerrar aquella casa. Hay personas que dan sentido a los lugares y aquella casa había dejado de tenerlo desde que Margarita se fue. Recorrió todas las habitaciones a sabiendas de que la luz del tiempo revolotea ante los ojos de uno en vuelos cada vez más fugaces, hasta convertirse en minúsculas pavesas esparcidas por la memoria. Accedió a su habitación y abrió su armario. Pasó las yemas de sus dedos por antiguas prendas que colgaban de unas perchas oxidadas. Al mover la última de ellas pudo ver un paquete que asomaba de un estante. Era un regalo sin abrir. Uno más que a punto estuvo de ignorar de no leer una dedicatoria: “de tu tía Margarita”. Deslizó su dedo índice sobre aquellas letras muy lentamente y retiró el polvo que el tiempo había esparcido. Nunca le gustó abrir regalos. Prefería disfrutar de ellos acumulados porque para él eran como paquetes de amor y que al abrirlos su contenido se diluía.
Separó con delicadeza el envoltorio. Sus manos no habían cambiado. Los dedos eran finos y sus movimientos muy sutiles. Lo que extrajo de su interior no fue precisamente revelador, sino que lo dejaría preso de un gran interrogante durante muchos años. Tenía ante él un libro. Pasó la palma de su mano por el título en un intento de comprobar si aquellas letras en reales. “El acceso”. Lo abrió y leyó fragmentos sueltos pero su asombro iba en aumento. Su pecho se movía como si el aire golpeara en su interior en busca de una salida. Se acercó el libro a sus ojos y se retiró las gafas para leer el nombre del autor. Un tal Augusto Humanes Saldaña firmaba aquel ejemplar.
Se trataba de un libro firmado por alguien inexistente. Buscó en internet referencias sobre aquel nombre y contactó con bibliotecas pero no encontró nada. Acudió al Registro Civil e identificó a un tal Agustín Saldaña, natural de Babia (León), de profesión operario de carreteras. Desde entonces, aquel nombre quedó adherido a él y en su cabeza resonaba con insistencia.
Transcurrieron los días y Alberto comenzó a percibir alguna sensación extraña. Notaba cómo al cerrar sus ojos, ante la bóveda negra de su ceguera, un delicado trazo iba conformando un rostro con vida propia dotado con unos gestos tan vívidos y sutiles que parecían dotados de una vida más elevada que la humana. Aquel busto giraba ante él y podía examinarlo desde todas las perspectivas y contemplar sus cabellos moverse como si el viento moldeara diferentes peinados. Aquellas visiones fueron adquiriendo cada vez mayor nitidez y comenzó a vislumbrar una mirada que, a pesar de su simpleza, realzó con rotundidad la intensidad de la expresión de aquel semblante. Solo dos puntos bajo unas sombras dotaron al dibujo de una mirada que le aportó gran vida. Giraba y los cabellos ondulaban, su mentón se movía y parecía hablar y sonreír. Eran gestos tan reales que parecían más de verdad que los … normales. Días más tarde aparecieron unas manos que revoloteaban sin sus brazos alrededor de aquel rostro y acompasaban las posturas de aquel semblante. Unas manos que subrayaban con fuerza la expresión de aquel rostro y sus dedos adoptaban posturas renacentistas en secuencias cotidianas, como si estuvieran a punto de separar una uva de su racimo. Todo aquel baile de movimientos componían una melodía que parecía encerrar un mensaje.
Días más tarde, aquellas visualizaciones adquirieron cierto carácter kinestésico y pasó a sentir una textura que se adhirió a sus vísceras de modo que al cerrar sus ojos, las percibía como arena arrastrada por alguna brisa capaz de dibujar en el aire las formas de aquellas expresiones tan vivaces. Y luego de este juego tan placentero, toda aquella arena terminaba desvaneciéndose de repente hasta diluirse en una atmosfera ingrávida.
Había días menos propicios en los que se olvidaba de esta suerte de juego tan particular, aunque mantenía esa capacidad de sorprenderle en los momentos mas insospechados generando situaciones ciertamente embarazosas, hasta el punto de poner esa mirada ascética mientras el doctor le auscultaba el pecho, detalle que no pasó inadvertido para el médico, que revisó la medicación con minuciosidad para asegurarse de que no había incurrido en ninguna desproporción.
A pesar de que Alberto no había relacionado aquel rostro con nadie que él conociera, sí percibía una familiaridad intensa en sus expresiones. Transcurrieron años tratando de recordar momentos y experiencias y sin embargo no conseguía encajar esa pieza en su puzle imaginario.
Pero el polvo del tiempo siempre termina cuajando y en este caso culminó con la ansiada forma. Y se preguntarán ustedes a quién finalmente correspondía aquella imagen que de forma tan peculiar se conformaba en la imaginación de Alberto y que parecía querer manifestarle algo. Pues bien, he de decirles que aquella presencia adquirió finalmente la forma de este narrador; y a buen seguro que también se preguntarán quién diantres es este narrador. Sin embargo, de igual manera que Alberto no pudo en un principio desentrañar la identidad de aquella imagen, ustedes no serían capaces de entender mi origen. Olvidé mi nombre y mi imagen allí pero en ocasiones consigo construirme en ese espacio común en el que nos podemos sentir. Disculpen estos excesos míos en relación con mi afición a la literatura. Sé que no es habitual que alguien como yo se erija en narrador omnisciente en un relato, pero solo una cosa supera esta debilidad: mis ganas de jugar. Disfruté mucho al ver su cara cuando descubrió que aquel regalo que olvidó abrir hace treinta años contenía la novela que comenzó a escribir justo el día siguiente en que yo fallecí; y no por cuestiones del destino, precisamente.