— ¿Y qué vas a hacer? —Alberto lanzaba chinas al río a lo loco, como si estuviera repartiendo cartas, sin levantar la cabeza y con las cejas contraídas.
— Pues no sé muy bien, la verdad. —aquellas piedrecitas caían a plomo, entre el rumor de la corriente. Al escuchar mi respuesta, estiró su pierna como un aspaviento. Había detectado que albergaba dudas sobre mi marcha. Entonces levantó su cabeza y sus cejas y lanzó una piedra más lejos, que casi alcanzó la otra orilla. Para llegar tan lejos es necesario que la piedra pese; las chinas más ligeras están condenadas a sumergirse por aquí cerca. Apareció Job entre nosotros y nos olisqueó. Su rabo giró como siempre, pero no tan alto. Se puso tieso y amagó con salir disparado tras las chinas de Alberto. Se acercó a la orilla y husmeó en el aire y luego volvió hacia el chaval, con su rabo estirado. —Todavía tengo que ir a ver a Alejandro —añadí.
—¿Tú? —me miró sorprendido. Job acercó su hocico a la piedra que había quedado en el interior de su mano. — ¿y para qué? no entiendo nada… —inclinó su cabeza y escarbó con los dedos entre la tierra en busca de alguna china que lanzar con desdén a la corriente.
— Sí —contesté. —supongo que estará nervioso. Tomás era alguien muy importante para él.
—Tú sabes cómo murió, ¿a que sí? —sacudió ansioso la rodilla de Sergio.
—No. Nadie lo sabe. Solo sabemos que murió en la bodega, mientras trabajaba de noche. Una barbaridad.
—Mi padre dice que es todo muy raro. Que Tomás había perdido la sensatez desde que llegasteis vosotros. —el crío miró al horizonte y lanzó una nueva china que tenía en su mano. Job se levantó de repente y salió disparado a la orilla, salpicándonos de tierra. Nos sacudimos.
No sé por qué razón estaba yo allí departiendo con aquel crío de once años sobre las razones de la muerte de un empleado de la bodega en la que estábamos trabajando. Me di cuenta que había hablado más con él que con cualquier otro miembro de la empresa, pero en verdad era lo único que me interesaba, hasta que ayer por la mañana apareció muerto Tomás. El crío llevaba razón. Era extraño. Job nos miraba desde la orilla con su rabo girando y con su lengua a un lado, goteando, así que cogí una de las piedras a mi alcance y la lancé lejos. Y Job se mojó las patas. El sol remarcaba el lomo de Job y su lengua dejaba caer unas gotas como de hierro fundido. El río destellaba, como pavesas al soplar. Las cañas oscuras caían en oblicuo y olía a pesca y a tierra profunda. Nunca imaginé que allí pasaría seis meses trabajando y ahora sentía nostalgia al pensar que tenía que abandonar. A no ser que mañana…
Mañana me llevarán hasta Alejandro. Abandonó la bodega hace un tiempo y salvo dos personas, ahora una, no se sabe muy bien dónde ha ido a parar. Unos dicen que abandonó a Eva semanas antes de su boda. Nadie hablaba a las claras de aquello. Pero a las oscuras, se decía que en realidad se había marchado con otra, aunque antes le había regalado las acciones de la bodega. Todo un detalle, la verdad. Otros decían que se había casado ya, pero con Dios. El caso es que parecía que era el que mandaba en la empresa. Si no, ¿por qué se incluyó en nuestro contrato la obligatoriedad de tener dos encuentros con él durante los trabajos de consultoría? El primero lo tuvo ayer con mi jefe, Luis. Y no sé qué le diría, que ha decidido abandonar. Esta misma mañana ha partido para Madrid.
—Todo esto es muy raro, no sé… mi padre lo dice. ¡Chiiiiico! —Alberto corrió hacia Job y le apartó de la orilla de un empujón sobre el lomo. —¡Salte de ahí que te vas a empapar, leeeche! —Varias aves se movieron entre las ramas y emprendieron el vuelo al sentir al crío. Si estuviéramos en el sembrado serían perdices, seguro; eso le he oido decir varias veces a Hilario, el padre del chaval. Pero allí, en la orilla, vete tú a saber, lo mismo es alguna garza o zorzal, cualquiera sabe. —Me marcho, mi padre se va a enfadar, seguro. Estará preocupao. —Le sonreí y aproveché para masuñar a Job según venía a lamerme los hocicos. —Mañana no te escapas. En cuanto vengas de ver a Alejandro tienes que contarme. —me levantó el dedo índice mientras sujetaba al perro del collar.
—Descuida —lancé otra piedra al río y justo antes de caer al agua saltó un pez. No sé qué pez sería. Lo mismo sería un black bass, que se han hecho con todo el río. Hilario dice que han acabado con los barbos porque se comen a sus crías. Me dijo que también hay perdices de río. Nada de esto hay en Madrid, qué pena. A ver qué me cuenta mañana Alejandro.
Foto propia. Río Tajo a su paso por Toledo.