La oscuridad todavía deambula por el parque y las farolas vomitan chorros de luz que atraviesan la niebla. Mauro aparece como un punto que va creciendo bajo el portón. Sus pasos resuenan al arrastrar los talones. Tras los setos que delimitan el sendero, solo florecen miradas suspendidas sobre abismos inexplorados.
Un sombrero oculta su rostro. Al llegar al banco levanta la cabeza y dirige su mirada hacia una cuerpo extraño. Aquello confirma sus temores y sus pasos se detienen. Su intención no es encontrar más motivos de desazón, pero avanza unos pasos trémulos para recoger una carta prendida bajo una piedra. Rasga el sobre con el temblor de unos dedos azulados y extrae con torpeza unas palabras. El folio resplandece ante la negrura de su rostro, como una espesa gota de petróleo que amenaza con emborronarlo todo. Lee:
“Ayer caminaste por este mismo paseo. Disfrutas paseando por este parque porque sientes bajo estos árboles el sutil masaje de sus hojas y el baño de oleadas de trinos que lamen cada hueco de tu memoria.
El almez que tienes frente a ti, es el árbol con más personalidad del parque. Cada día sueles escuchar el alboroto de decenas de pájaros ocultos en su copa. A sus pies ves ese banco en el que sueles disfrutar de la sombra de su primavera.
Pero en la tarde de ayer los árboles guardaron un silencio que realzó la presencia de un monedero. Lo recogiste ensimismado y buscaste con la mirada a un dueño. Sin embargo, el paseo estaba vacío y las nubes habían ocultado al sol. Lo guardaste y proseguiste tu camino.
El resto de la tarde transcurrió como las demás. Llegaste a casa, te duchaste y preparaste esa cena tuya tan frugal. Luego, al dirigirte al dormitorio te topaste de nuevo con ese monedero anónimo que parecía mirar hacia otro lado. Un botón dorado mostraba serias muestras de fatiga, conteniendo la panza hinchada de la cartera. Pero lo devolviste al taquillón, donde quedó balanceándose sobre su mondongo.
Todas las noches son oscuras, pero la de hoy ha sido azabache y en su brillo has visto reflejada la silueta de esa persona que olvidó su identidad. Has visto a las horas arañar su marcha, dejando un surco por el que avanzaban esos densos hilos de la pena que fueron eclipsando tu rostro, como una mancha de aceite.
Abre el monedero y verás en su interior una carta. Léela”.
Mauro saca de su bolsillo la cartera con unos dedos arrugados que ya no perciben la suavidad de su piel. Una leve presión de su dedo índice hace que el botón dorado ceda y la cartera se abra de par en par. En una de las solapas asoma el pliegue de un folio. El sutil zumbido de la niebla succiona la consciencia de Mauro y las miradas tras los setos florecen a borbotones hasta que su mirada derretida y parda sofoca aquella insolencia y regresan a la humedad del misterio.
Incapaz de manejar sus dedos, sacude la carta en el aire hasta desplegarla. Y lee. Y a medida que lee, la espesura de su rostro se diluye. Y mientras sus ojos mecen el paso de los renglones la noche se cuela por el desaguadero del cielo. El papel ilumina su semblante y las cejas estiran sus párpados para mostrarle la exuberante copa del almez. Y los rayos del sol atraviesan su maraña de ramas como flechas que desatan una nueva oleada de trinos.
Levanta entonces su mirada olvidada y comprueba que la tierra ha engullido a todas aquellas miradas anónimas. Salvo una. Aquella que siempre vuelve a su rostro para recordarle quién es.
Mauro guarda su cartera mientras esboza una sonrisa y vuelve sobre aquellos pasos, que ya no arrastran. Justo al atravesar el portón del parque unos pájaros posan su vuelo sobre el banco y se acercan con curiosidad hasta el folio allí olvidado. Antes de que el viento lo arrastre hasta algún lugar, los pájaros y sus necesidades emborronan aquellas palabras, como si fueran secuencias de una vida.