A veces suelo ir a pescar. Lo hago de allá para cuando y al volver a casa siempre me pregunto por qué no acudo más al río. Allí sentado, hipnotizado por la veleta y los círculos concéntricos que provoca al bailar en la superficie, se me va el santo al cielo. Bueno, en realidad no debería llamarle santo, porque a veces es un poco “jode-jode”.
El caso es que cuando se va, se lleva consigo esas cosas que a uno tanto le acucian y que a menudo terminan por vencerle. Y entonces comprendo que la vida se parece mucho a ese río. Desde la ventana de mi casa parece una lengua inmóvil, que decora el valle, pero cuando uno se acerca se da cuenta que ese agua que discurre es distinta en cada instante. Nunca nada es igual en él. Se ve pasar un madero y le sigo con la vista para evitar pensar en las profundidades y preguntarme qué terminará siendo de él.
Lo importante de un río en realidad no es el río en sí, sino todo eso que contiene; ramas, chinas, peces, restos… El río arrastra tanto como la vida. Nace allá arriba, en unas montañas, que acumulan aguas puras, cristalinas, salvajes y discurren siempre por el mismo cauce, ese que el tiempo ha ido socavando. Y al final del todo, donde la vista no alcanza, el agua dulce deja de existir cuando se funde con el mar. Ya no pertenece a aquella lengua que decora mi valle; pero el río continúa existiendo, inmóvil, y seguiré viéndole así desde mi ventana. Hasta que otro día vuelva a pescar.
JLSerrano