Cuando fui niño me gustaba jugar en solitario. Cualquier momento era bueno para inventarme una actividad que asociaba a un pasaje imaginario. En aquella época la mente es fértil y parece tener un potente mecanismo para atraer estímulos de cualquier tipo. Aquellos estímulos los convertía en secuencias insospechadas, porque mis creencias se estaban fraguando y eran tan flexibles que se estiraban hasta adaptarse a mis juegos. Yo construía mi realidad a mi manera y decidí que aquellas maneras no fueran aburridas.
Aprendí a atrapar imágenes. No tenía cámara de fotos así que cerraba mis ojos para imprimir la última secuencia vista. Luego, me introducía en aquella imagen y paseaba tranquilamente por ella como si fuera el protagonista de un cuento. De aquella secuencia surgían personajes sorprendentes con los que solía mantener conversaciones frescas y muchas veces sin sentido. En ocasiones bastaba una mirada para comunicarnos.
Pero aprendí a hacer algo que, pasados los …tá y tantos años, he comprobado que fue muy útil. Al bajar aquel telón para atrapar imágenes, quedaban enredadas infinidad de sensaciones. Olores a jazmín, colores brillantes, caricias en la piel, susurros, luces… Decidí ir recolectando todas aquellas sensaciones en la talega de mi memoria.
Hoy todavía la conservo y me gusta de vez en cuando abrirla y traerlas al presente. Es una manera de sentirlas y poder viajar a aquel mundo en el que jugaba a ser cazador de sensaciones. En realidad no era un juego, sino una misión especial.
Gracias a esa talega he logrado ampliar los límites de mis sueños. Me gusta cada día empujarlos todo lo que puedo para ensanchar mi mundo.
Por eso, a veces pienso que, o no he dejado de ser niño todavía o quizás me haya quedado atrapado en una de aquellas fotografías con las que se iniciaban mis peripecias. Y pudiera ser que sigo visitando personajes sorprendentes y atrapando sensaciones que guardo en mi talega.
No se bien, la verdad. Quizás desde ahí fuera se perciba la realidad…
