José Luis Serrano

Reflejos

No quisiera extenderme demasiado en contar la manera en que Daniel logró enjuagar de sus pulmones una tristeza como petróleo derramado. Porque de hacerlo, a buen seguro que acabaría pringándome del lodazal que se respiraba en aquel hospital en que despertó. Pretendía ser blanco pero las penas abrumaban tan de cerca que las paredes parecían respirar el aliento de uno. A través de sus ventanas se colaban lenguas de sombra como miel negra, buscando escapar de la condena de una noche eterna. No creo yo que aquel fuera el mejor lugar para terminar de mutilar el ya corroído hilo con la vida.

 

En cada visita debía atravesar aquella calle en la que mis pasos no terminaban de alcanzar la medida habitual de su zancada. La suela de mis zapatos parecía hundirse unos milímetros justo antes del impulso, dejando unos pasos frugales. Por allí no transitaba más que algún señor que arrastraba sus pies sobre la lija y se sonaba la nariz con un pañuelo arrugado; o alguna pareja de señoras en busca de alguna iglesia donde aliviar sus más fúnebres angustias. Un viento eterno recorría la calle como si fuera la válvula de escape de la ciudad. Era frío, seco y limpiaba de arenisca el suelo, dejando asomar esos cráteres que terminan por salirle al cemento con el tiempo. El brillo de los charcos se espumaba sobre el negro de la calle al pasar los coches. Mejor sería que Daniel no asomara por la ventana porque parece más bien la antesala de un tanatorio.

 

A aquella calle la habrían inaugurado cubriéndola con un manto azabache, en lugar de descorrer las cortinas como hacen en los estrenos normales. Cuando llueve se forma una humedad que se apodera de los dedos de los pies como el óxido de los tornillos en los bancos del parque, que terminan por caerse a cachos. En todas las calles normales hay tiendas donde la gente habla de sus cosas, pero esta calle es en realidad la parte de atrás de otra y entonces solo hay puertas grises almacenes y garajes. Sus edificios no tienen ningún color y las ventanas tampoco pero se distinguen porque son más oscuras todavía, y más si están abiertas. Tampoco hay flores porque el viento termina por carcomerlas todas.

 

Al subir el peldaño de la entrada, mis suelas restregaban las chinas pegadas por el barrillo. Trato de resbalar mis pies un tanto disimulado, dejándolo rebozado de esa mezcla de polvo mojado con algún que otro pelo. Ya luego, todo estaba tan blanco que se sentía un vértigo al entrar. Cuando todo es tan claro no se ven los pliegues de las paredes, ni las esquinas y entonces no se aprecian bien los contornos de los vericuetos.

 

Está en la planta tercera. Entro y está despierto, mirando a través de la ventana tumbado en la cama. No hay más visitas, menos mal. A Daniel se le ve bien. Parece que arregla sus cosas. A pesar de la gravedad del accidente su ánimo es impecable. No puede mover de cintura para abajo y dice el médico que en breve empezarán con las reconstrucciones de columna y caderas. Sin embargo, se puede ver en su cara retazos de algún alivio. Me cuenta que las vistas a esa calle son maravillosas, que está muy agradecido de ir a parar a aquella habitación. Sus ojos reflejan un brillo que yo no veo.

 

— Mira, ves aquella ventana?

— Hay muchas

— Me refiero a la del picaporte dorado. -Le digo que si-.

— Vive una familia con un hijo pequeño. Antes de ayer, su madre abrió la puerta de la terraza y el reflejo del sol iluminó esta habitación. Entonces el niño salió a husmear, como queriendo descubrir un nuevo mundo. Se agarró a los barrotes y miró hacia abajo. Después, levantó la mirada al horizonte y en sus ojos se reflejó la lejanía de cuando esperas una respuesta que no termina de llegar. No sabe que convivirá el resto de su vida sin saber a qué ha venido a este barrio, el de los mortales. Pobre, porque es muy pronto para él. Luego ya, cuando lo recogió su madre para que entrara en casa, la miró con ojos de querer saber pero no tenía las palabras para preguntar. Y la madre cerró rápidamente porque no quería que cogiera frio.

 

Yo pensé que es posible que se reflejen en las ventanas algún rayo furtivo porque el edificio de enfrente da su fachada al sur.

 

— ¿Y aquella?¿Ves aquella ventana? Justo la que va antes que la esquina. Es la que mejor vistas tiene. En esa casa vive un viejito.  Vive muy despacio, como los caracoles, pero lo termina siempre de hacer todo. Supe de él porque ayer vinieron sus nietos y entonces el abuelete sacó una de sus bandejas con unas pastas. Es una bandeja como de plata, de las antiguas y debió ser que también me hizo reflejo y me llamó la atención. Sus nietos salieron a la terraza y empezaron a jugar al balón. En realidad para los nietos no es una terraza sino un inmenso campo de futbol. Al mayor le gusta ya una chica que ve pasar por ahí abajo cada vez que viene. Y entre gol y gol se la queda mirando y grita más alto, como para hacerse notar. Luego, cuando se van, el viejete vuelve a ordenar todo para cuando se muera, que sea en paz.

 

Daniel no deja de hablar. Parece que este accidente le ha dejado la cabeza algo desajustada, porque cuenta más cosas que antes y ve cosas que yo no veo. Su mujer llevaba mucho tiempo diciéndole que tuviera cuidado con la bici y ya ves, parece que lo estaba anticipando.

 

— Mira, acércate. ¿Ves aquella ventana de allí? Si hombre, la de las cortinas de colores. Ahora están cerradas pero cuando yo la vi estaban de par en par. En la ventana de las cortinas rosas estudia una chica joven. No te lo podrás creer, pero se pasa todo el día frente a la mesa. Yo la veo cuando vuelve de clase, por aquella esquina. La acompaña siempre un chico hasta el portal. La da un beso en la mejilla y se va. Ella no se aparta la carpeta de su pecho, como si contuviera el elixir de su felicidad. Después sube y estudia el resto del día. Ayer su noviete le dijo de salir el sábado pero ella le abroncó. Se dio media vuelta y se apresuró a estudiar todavía con más energía, como si hubiera tenido un arrebato de celos. Su chico se marchó pensando en lo suyo. Dentro de lo malo, se le veía cómodo en esa soledad incomprendida, pero yo me digo que eso es muy malo.

 

Después me habló del doctor y de la enfermera. Decía que con enfermeras así no hacen falta doctores. Decía que solo se diferenciaban en que los doctores llevaban las batas blancas abiertas y con más bolígrafos en sus bolsillos, pero que eran como los ligones de discoteca, que decían con palabras rimbombantes cosas huecas. Pero que la enfermera era como sentirse en un nido. No habla tan bien como el doctor pero no para de hacer cosas. Acaricia, mima, pregunta y con sus manos es capaz de sembrarte la vida, que después riega con esos ojos.

 

Recuerdo que al día siguiente me contó, con esa alegría tan propia de quien está a punto de iniciar un cambio, que un nuevo reflejo lo despertó y que pudo descubrir una casa donde vivía un hombre que hacía siempre lo mismo y de la misma manera. Que parecía agarrarse a la vida a través de un aburrimiento protector y que vestía siempre igual de rancio. Un día invitó a una chica a su casa para cenar y al día siguiente se murió, pero lo hizo como un héroe porque había nacido solo para demostrarse que sería capaz de invitar a cenar a una mujer. Así que ya después quiso morirse tranquilo. La chica parece que anda algo preocupada, pero no importa porque después de estas cosas se suele mirar todo sin el dichoso velo ese que todo lo complica.

 

También le dio tiempo a contarme que el jueves tardó en descubrir ningún reflejo pero que cuando ya se iba a dormir, un simple vaso lo deslumbró. Un matrimonio comía en la mesa pegada a la ventana y cuando el hombre se llevó su vaso a la boca para beber, se produjo ese momento mágico en el que un imperceptible rayo rebotó por azar en el cristal. La pareja no hablaba y el silencio de sus palabras inflamaba el ambiente. El corazón de la mujer se había ido apagando y ya se podían ver las costras en algunos de sus pliegues. Pero llegó el momento en el que una fina luz rasgó por casualidad un capilar todavía vivo y entonces reflejó en su mirada su desengaño. Se había vuelto a enamorar con toda la fuerza, pero no sabía de quien. Su amor era tal que creía que se había enamorado de todos los hombres, de cualquiera, y entonces empezó en secreto a regar de luz su corazón con el deseo de que algún día lo encontrara. Pero no lo conseguiría y su corazón moriría antes que ella, encostrado de amargura.

 

Y después me contó el último de los destellos. Lo recibió cuando se percató de dos hombres cruzando la calle cargando con un gran espejo. Al llegar a la orilla de la acera, el sol reflejó de lleno en la luna y le deslumbró los ojos. Me contó que alcanzó a ver en aquel espejo la imagen de un ciclista que se iba haciendo cada vez más grande. Tan gigante que su cara llegó a ocupar toda la superficie del espejo justo antes de saltar por los aires. Entonces el espejo se hizo añicos pero el ciclista logró deslizarse a través de aquel marco como si se lanzara al vacío a través de una ventana y quedó suspendido de un eterno pitido de urgencias que le llevó hasta la misma cama donde él estaba para despedirse de aquella enfermera que había inundado de cariño el nido de sus últimos días.

 

El doctor ya me había dicho a mí que no podría aguantar otro accidente como el que había tenido. Y yo creo que Daniel lo había escuchado y por eso se preparó él solo el accidente del último destello. Por eso mismo estaba tan lleno de energías durante aquella semana, porque se sentía con fuerzas de planificar un adiós a su manera. Y me contó lo de los reflejos pero en realidad él quería decir que eran heridas del pasado que quiso embalsamar con aquellos reflejos tan fugaces como un guiño.

Foto: El discreto encanto del atardecer; de Mariano Sánchez Gª. del Moral)
Salir de la versión móvil
Ir a la barra de herramientas