Al abuelo le sentaban siempre frente a la terraza. Desde su sillón se podían discernir los colores de cada geranio y las hojas secas que tan nervioso le ponían. Sobre la mesa, su hija le había servido un corto de vino blanco y una tapa de queso. Era su parte de la celebración. Aquella esquina era un oasis de paz entre el jolgorio familiar desplegado por el resto del salón.
Los niños corrían unos detrás de otros arrastrando ruidosos trenecitos que golpeaban contra los muebles y paredes. Llevaban incorporados una especie de timbales que resonaban con cada golpe.
El viejo miró la tapa de queso y alargó su temblorosa mano hacia el plato. Lo cogió con delicadeza y se lo llevó a la boca lentamente para desmenuzarlo con sus labios, dejando caer torpemente el resto de la porción sobre el borde del plato.
Los adolescentes hablaban de sus cosas entre ellos en un tono más confidente, aunque de vez en cuando emitían gruñidos y risas estruendosas acompañadas de extrañas contorsiones y empujones. Pesaban como adultos y saltaban como niños gigantes. La casa era más bien vieja aunque de dimensiones generosas.
El viejo masticaba el queso a su ritmo, con los ojos cerrados. Sus labios contenían restos de alguna miga a punto caer sobre su rebeca beige.
Las mujeres mayores recorrían el pasillo desde la cocina recogiendo y sirviendo mientras gritaban entre ellas y llamaban la atención de los más pequeños. Hablaban, servían y reían al mismo tiempo y la vajilla sonaba contra los cubiertos por encima de las voces.
De repente el viejo torció el gesto y estiró la pierna derecha de manera inesperada. Enarcó una de sus cejas y miró a su alrededor. El color de su cara empezó a enrojecer.
Los hombres bebían cervezas y comentaban entre risas y lamentaciones asuntos de actualidad. Repanchingados sobre los sillones principales parecían competir para ver quién era más escandaloso.
Al abuelo le brillaba la frente. La luz de la ventana se reflejaba en sus sienes realzando aquel sudor vespertino. Se incorporó lentamente sin llamar la atención, agarró su garrota y se apoyó en ella para iniciar la marcha. Al levantarse, tuvo un respingo y se estiró al tiempo que se llevó su mano hacia el vientre. Arrastraba con sus pies la servilleta que le había colocado su hija sobre las rodillas. Caminaba lentamente parándose por momentos en los que su gesto se tensaba. Al llegar al marco de la puerta apoyó el peso sobre su hombro derecho para descansar. Su frente rebosaba de sudor y caían finas gotas sobre sus zapatillas de franela. Avanzó como pudo por el pasillo mientras se cruzó con su hija Noelia que, entusiasmada portaba en lo alto la tarta con su vela. El abuelo alcanzó al fin la puerta del baño, entró y cerró tras de sí.
La fiesta continuaba. Las mujeres sacaron más pasteles y los niños saltaban de alegría. Había llegado la tarta con las velas pero los hombres seguían riendo y bebiendo sin prestar atención al momento cumbre del cumpleaños. Noelia colocó el pastel delante su hijo y sacó de su delantal una caja de cerillas. Tras chuparse los dedos, la abrió y extrajo una de ellas que rasgó contra la lija. La cabeza de aquel fósforo ardió en una llamarada efervescente y Noelia la protegió con el cuenco de su mano mientras la aproximaba al rabillo de la vela con forma de número cuatro. Sin embargo, no ardió y, sin soltar la cerilla, trató de secarlo apretando y enderezando la mecha con sus dedos. Aproximó de nuevo el fósforo a la mecha en la que confluían todas las miradas de la familia, salvo una.
La mecha de la vela prendió finalmente y el niño hinchó su pecho de aire pero, de repente, se sintió un gran estruendo en la casa. Los cimientos se tambalearon y la lámpara sobre la mesa quedó balanceándose durante unos instantes, dejando caer sobre todos una fina capa de polvo. Había sido una poderosa sacudida seguida de varios golpes más leves. La familia quedó paralizada y el niño seguía con el aire en sus pulmones y la boca en posición de válvula. Noelia enseguida miró la tarta y echó un vistazo a su alrededor. Los maridos tenían los ojos como platos aunque no habían soltado los botellines. El silencio y la quietud habían arrebatado el alma a la fiesta, dejando una fotografía en blanco y negro, coronada por el tenue balanceo de la lámpara.
Al fondo del pasillo se empezó escuchar un leve chirrido. Toda la familia dirigió sus miradas hacía allí en un acto reflejo y vieron girar el picaporte de la puerta del baño. Se abrió y tras unos segundos, el abuelo salió lentamente y cerró con parsimonia. Comenzó a caminar arrastrando sus zapatillas mientras se palpaba el abdomen. Se había convertido en el centro de todas las miradas, entre la bruma del silencio y la llama de la vela.
— Papá,¿estás bien?–preguntóNoelia-.
— ¿Eh? ah… Si hija. Ese queso me pierde… pero estos gases…