Siempre he sentido cierta atracción por las historias, en especial las contadas por personas con cierto bagaje. Y me refiero a bagaje, no en el sentido de acumulación de experiencias y años de existencia sino en el de los aprendizajes a lo largo de una larga vida.
Escuchar hablar de la vida a una persona de cierta edad, madura, reflexiva y con la serenidad que te da la comprensión, es un privilegio. Es como asistir a un estreno mundial de una película en primera fila. Cada frase es una pista de salvación.
Me gusta escuchar e incluso intuir hasta las entrañas de sus rostros surcados por estrías, por las que discurren emocionantes historias, embalsadas en los desvanes hinchados de sus párpados. Evocaciones cubiertas por la brillante pátina del esplendor de sus pupilas a punto de desbordar el pozo de la memoria.
Grandes papadas que retienen palabras que no llegaron a decir. Grandiosas orejas capaces de anclar la atención para discernir entre tonterías y tontás. A ciertas edades, los ojos se cierran para no seguir viendo, porque oyendo se comprende mejor lo de dentro, lo que resuena en la oquedad del pozo.
El texto que os dejo a continuación ha pasado a la historia precisamente porque se le atribuye a una de estas personas. Sin embargo, quizás esta sea una de esas historias que se enredan para amplificar el misterio de su mensaje. Hubiera sido maravilloso y nada extraño que estas palabras hubieran salido en realidad de la pluma de Borges, pero para mí es mucho más sugerente que hubieran salido sórdidamente de una enigmática e incógnita anciana, como en realidad fue. Una mujer de 85 años, que no sentía la necesidad de reivindicar su autoría, fue capaz de convencer al mundo con estas sabias líneas y alguien las percibió tan profundas que las adjudicó al viejo mas sabio que conocía, Jorge Luis Borges.
La historia de Nadine Stair cobra entonces mayor mérito y repercusión por permanecer oculta y discreta. Sabía que lo relevante no era ella, ni siquiera sus palabras, sino el sentimiento que las motivó y que ha rasgado conciencias. Plasma la confesión de alguien que se está despidiendo inundada por la emoción de la pena, tristeza o melancolía. Esta emoción es sentida por la inmensa mayoría de las personas que se van despidiendo de la vida. La enfermera australiana Bronnie Ware realizó un estudio con la información que le proporcionaban sus pacientes más longevos, cuya conclusión fue reveladora. El principal sentimiento de las personas a punto de morir es el de arrepentimiento y las cinco causas más potentes de este arrepentimiento son estas:
- No haber tenido el coraje de hacer lo que realmente quería hacer y no lo que los demás esperaban que hiciera.
- Haber trabajado tanto
- No haber tenido el coraje de expresar lo que realmente sentía.
- No haber tenido más contacto con mis amigos.
- No haber sido más feliz.
Lo dramático es que, habiendo conocido esta información, no caigamos en la cuenta de nuestra conducta errónea. Vivir engañados por un señuelo mental y morir de pena es habitual y bastante difícil de sortear, a tenor de la experiencia de todos. Pero quizás fuera bueno hacer gala de vez en cuando de cierta rebeldía para imponerse ante la fuerza de la inercia escrutadora de conductas.
Yo suelo llamar a esta rebeldía “hacer un regate a la vida” para ocultarnos de lo convencional y descubrir, pasito a pasito, la otra cara de la vida, donde todo huele, sabe, siente y trasciende. Todo eso que se refleja en el brillo embalsado en los párpados de Nadie.
Me viene a la memoria el viejo Augusto y el gran Fausto, personajes de mi novela “El robo del entierro del Conde de Orgaz”, de los que tanto aprendí cada vez que se sentaban en mi conciencia sin siquiera llegar a existir… ¿o si?.. Ya me enteraré.
Pues en eso estoy ahora, en hacer un regate a la vida. Mientras, disfrutad de las sabias palabras de la anciana Nadine Stair:
Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.
Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.
Pero ya ven, tengo 85 años…
y sé que me estoy muriendo.