“…disfrutaba cada domingo por la tarde, casi anochecida, sobre todo cuando me adentraba en la estación de metro de Albert Station. Era una delicia abandonar el bullicio descontrolado de la ciudad, mientras descendía por las escaleras mecánicas, adentrándome en las misteriosas galerías que desembocaban en mi andén favorito. Allí solía desconectar del caos y me conectaba con el orden y la sincronía del metro. Cada 6 minutos exactos llegaba un metro, salía la gente y llegaba el bullicio ensordecedor, pero inmediatamente desaparecían todos y con ellos llegaba la paz y el silencio, sólo quedaba el hilo de la música clásica de fondo. Era una estación de paso, propia de la zona residencial de pudientes en la que se encontraba. Una luz blanca y clara y una decoración sencilla, pero cuidada que evocaba a un salón palaciego. Era cálida y acogedora. Solía dejar marchar adrede dos y hasta tres trenes, para disfrutar a fondo la paz, el orden y hasta la belleza de la estación. Además, ese día lo necesitaba especialmente, porque había salido de misa ciertamente desasosegado y con cierta irritabilidad, quizá por una continua molestia en la vejiga, que me impedía estar en paz conmigo mismo. Debía haber cogido alguna infección propia de estos fríos tan incómodos. En fin, cosas de las personas mayores. Alcanzaba a ver a una agradable señorita en el andén de enfrente. Parecía especial, sin duda, estilosa como pocas y mirada enfrentada, casi altiva, pero con cierta sonrisa educada y cejas finas y separadas, casi sin arrugas. El mentón sí era prominente y sus pómulos suaves y tersos. De largos cabellos rubios y brillantes, recogidos en una coleta elegante y sencilla. Portaba en su brazo izquierdo, agarrado por el pliegue del antebrazo, un fantástico y lujoso bolso, mientras se apoyaba en un paraguas con el otro brazo. Gabardina clara con cinturón ceñido que le marcaba una cintura estupenda y unas caderas anchas pero muy proporcionadas, bajo la cual no se veía falda alguna, sólo la silueta de unas finas y largas piernas envueltas en unos leotardos de lana granates que clareaban por las zonas más ajustadas y sensuales. Tacones sencillos y no muy elevados, cuadrados, casi como la puntera de los zapatos brillantes y abiertos, que dejaban entrever unos pies largos y tersos….
De repente, como si de una sirena penetrante se tratara, entraron al andén dos insignificantes mocosos peleándose entre ellos, gritando y zarandeándose. Descendieron por las escaleras a mi andén y acabaron peleándose justo a mi lado. Eran dos niños sucios, despeinados, alborotados que chillaban descontroladamente. No podía ser, me estaban estropeando mi momento del domingo aquellos sucios mequetrefes. Segundos después apareció su padre, arrastrando los pies y pasando olímpicamente de los niños. Igual de sucio y despeinado que los niños y sin afeitar, se postró en dos banquetas más allá de la mía, lo que me provocó sin duda un enfado monumental. Recostado y con los ojos medio cerrados, no prestaba atención alguna a aquellos niños malolientes que seguían chillando y riendo penetrantemente. Sus zapatos parecían húmedos y estaban sucios y sus calcetines estaban exageradamente abducidos por la parte de los talones de los zapatos. No daba crédito a la actitud de ese pordiosero padre, que actuaba con total desidia.
Mi enfado iba a más en cada momento, pero decidí esperar algo más para comprobar si el padre pondría orden en aquel desaguisado. Los niños tenían los pelos grasientos y los mocos colgando. Tras un empujón, uno de ellos calló sobre mi regazo de frente, manchándome mi gabardina clara con sus mocos.
-Mierda, que es este comportamiento!! Es intolerable, pensé. Y mira el padre, ni se ha inmutado. No podía soportarlo más; la actitud de esa familia me estaba superando.
El padre se recostó aún más y abrió las piernas, llegando a rozar mis pantalones con los suyos. Detesto a este tipo de personas que creen que no hay nadie más a su lado.
– Que asco, mierdas. No dejaba de ofuscarme con la situación tan desagradable.
El enfado iba a más y aquellos niños estaban chillándome a escasos centímetros, chocando contra mis piernas. Uno de ellos llevaba en una mano uno de esos zumos en tetrabrik, con una pajita, y que iba meneando inconscientemente y salpicando a su alrededor. Son unos insolentes y desconsiderados. De repente, uno de ellos cayó sobre la bolsa de los pastelitos que solía comprar cada domingo, aplastando todos ellos. Pero sin aparente remordimiento, se apoyó con la otra mano en la propia bolsa para incorporarse y continuar la pelea con el hermano. Miré al padre esperando que los reprendiera, pero continuaba con esa actitud lánguida y pasiva, a punto de cerrar los ojos. Ya no podía más, la situación era tan desagradable que no sabía si encolerizar contra los niños, contra el padre, o largarme de sus inmediaciones para siempre. Insoportable, insufrible, aquella desidia maleducada que me provocaba profunda revulsión. Ya no me pude contener y le dije gritando:
– ¿No se da cuenta?; ¿es que no le va a decir nada a sus hijos?!! No le da vergüenza del lamentable espectáculo que están dando los niños!! ¿Es que no les puede hacer callar? Me parece mentira que esté recostado tranquilamente mientras sus hijos gritan y se pelean destrozando todo cuanto encuentran a su alrededor. ¿es que no va a hacer nada?
El señor se levanto contrariado, confuso, mirando a los niños. Los niños a su vez se quedaron inmóviles tras oír mis gritos y reprimendas, mirando a su padre y esperando que contestara. Pero el padre, evitaba mirarme a los ojos, como avergonzado, incómodo, mirando a los lados y gesticulando a los niños suavemente, con cierto abatimiento, para que se calmaran.
– Disculpe señor, dijo cabizbajo.
Quedé esperando una explicación, pero el padre titubeaba. De pronto se acercó y en voz baja me dijo,
– Señor, acabamos de salir del hospital. Llevamos una semana allí metidos, con su madre enferma y acabamos de salir. Lo siento señor, me dijo con los ojos vidriosos. Continuó,
– Su madre acaba de morir hace unas horas y los niños deben estar muy confusos sin duda. Y sinceramente señor, no tengo fuerzas para nada, estoy abatido. Compréndalo señor, son muchos días esperando a su madre y finalmente no la podrán ver más. Le pido mil disculpas. Ya nos vamos señor. Adiós.
En esto llegó el tren y la familia se adentró en los vagones, tristes y desesperanzados. Y yo no pude más que sentarme de nuevo en el banco de la estación. Sólo de nuevo, avergonzado y profundamente triste y abatido. Quedé inmóvil y sin fuerzas, sin poder reaccionar ante aquella lección de la vida. Volví a escuchar de nuevo la música de la estación, como si nada hubiera pasado, pero mi corazón se quedó con aquellos niños, desolado y abatido.
Durante años, no pude quitarme de la cabeza la mirada de aquellos incomprendidos niños mientras gritaba desairadamente a su padre. Unos niños que sólo querían jugar descontroladamente tras percibir confusamente que su madre los había dejado, sin darlos la última caricia, el último cálido beso y sin arroparlos en su última noche. Corrían sin querer creerlo, como si su madre les estuviera aguardando en su casa con la cena caliente.
Tras aquella lección, nunca más juzgué a las personas por su conducta, nunca más porque en cada momento que observaba conductas tediosas, sentía la mirada de aquellos niños incomprendidos, inocentes y desolados. Una mirada inocente, pero aterradora desde la dulzura de un niño y su hermano pequeño, sucio pero inmaculado….”
Gracias por estar.
La fotografía ha sido obtenida del blog Toledo Olvidado. Magnífico retrato de un niño de la guerra española.